Luna llena de agosto. El viejo lobo trepa pesadamente a la
cima de la piedra de las Piedras Negras. A sus pies el valle entero. Debajo, en
la lejanía, el pueblo. Celebran una fiesta. La antigua lobera está iluminada.
El viejo lobo, con su agudísima vista, otea en la noche las luces del otro lado
del valle. Se tumba en la cálida piedra del verano disponiéndose a ser
espectador. Su mente viaja.
En la lobera luces, música, comida, gente. Los habitantes del pueblo y los que durante el año viven lejos de él, han subido hasta la antigua trampa de lobos que se ha convertido, por una noche, en escenario de reencuentro. Allí celebran una sencilla y alegre fiesta. En el lugar bien iluminado suena música de gaitas mientras los asistentes comen carne de cordero y cabrito bien asados en el horno, acompañados de crujiente pan y bien regados con abundante vino. Tras el yantar, con los efluvios del vino danzando entre las piedras de la lobera, se animan a contar historias mil veces repetidas y siempre nuevas.
Historias de lobos.
- Pero no siempre fue así- piensa el viejo lobo que les
observa atentamente desde lo alto de la roca más alta del otro lado del valle-
No mucho tiempo atrás la arcaica lobera, hoy reclamo para
turistas de tiempos globalizados que cuelgan sus fotos al instante en Internet
desde el móvil última generación, era una trampa para lobos. Una trampa tan
aparentemente inofensiva como efectiva. Una trampa hoy curiosa y otrora mortal.
- Sí, aquella fue mi primera gran aventura y el primer
gran drama de mi vida- recuerda el viejo lobo- Ahí mismo perdí lo que más
quería y casi perezco yo mismo. Tal vez habléis de mi con la soberbia que
caracteriza a los humanos y sin pensar en el drama que originasteis.
- ...y entonces Pepe abrió la puerta creyendo que esa noche
no había lobos pero había ¡Claro que los había! Y estaban agazapados junto a la
puerta de tal manera que cuando abrió salieron cagando leches y llevándolo
encima un buen trecho. Cuando por fin cayó de uno de ellos vio como se le
llevaba la gorra que ya no apareció más y...
- Era la primera vez que salía a cazar con madre. Padre
la había avisado que no se acercase al corral de encima del pueblo, que no era
un sitio seguro. Pero era invierno. El clan pasaba hambre. Sus mastines cada
vez nos azuzaban más y la caza era quasi inexistente. Madre saltó al corral en
cuanto oyó una vieja cabra. Con ella saltamos dos de los jóvenes de la manada.
Al caer madre se lastimó una pata. Mientras inspeccionábamos el terreno vimos
atada a un árbol una vieja y enferma cabra aterrada. Pero nada más. Sólo
paredes altas que nos impedían escapar. ¿Quién querría entretenerse a matar
carne podrida cuando había que salir de allí? Agotados nos acercamos a la
puerta cuando al amanecer oímos llegar a alguien.
El hombre asustado pesaba y gritaba hasta que cayó en unas
piedras. Madre no podía andar. Con un trapo entre mis orejas me agazapé
tratando de encontrar el momento de acercarme a madre para ayudarla a regresar
al clan. Entonces llegaron. Sus ojos inyectados en odio y furia destrozando a
la pobre loba. El último gruñido de madre fue un claro: “¡hijo cuídate siempre
del hombre!”.
Ese fue el comienzo del fin. Padre, el líder de una de las
últimas manadas de lobos, se dejó morir de pena.
Mientras, las cosas cada vez se complicaban más. Los hombres
dejaban de pastorear ganado. Lo criaban sí, pero en granjas que eran como
fortalezas con monstruosos perros asesinos, antinaturales cancerberos de
muerte.
Cada vez construían más vías de trenes y carreteras
eliminando nuestros pasos naturales. Muchos de mis parientes murieron
aplastados por coches y camiones cuando trataban de pasar para buscar comida o
sólo beber.
Se contaban historias repugnantes de lobos asesinos, de
lobos como encarnaciones del mal. Se hacían cacerías como deporte para divetimentto de ociosos humanos ricos.
Durante años tuvimos que desaparecer, que escondernos en los
lejanos montes de León y de Asturias. Moviéndonos sólo de noche, agazapados
entre la maleza, comiendo perdices y conejos con sarna. Tampoco encontrábamos
otros clanes con los que aparearnos. Poco a poco, la Gran Manada del Valle de
los Lobos se fue extinguiendo. El último Gran Clan agonizaba.
Cuando no quedó ninguno de los míos volví al valle. Hacía
años que lobo alguno habitaba estas tierras. La lobera yacía derruida y llena
de maleza. Pero en una piedra aún pude percibir el olor de madre...Froté mi
pelaje contra la piedra dando mi última caricia y mi adiós a quién más quise.
Bajé hacia el sur, las tierras del sur del Duero no eran
lugar para lobos con una guerra declarada a mi especie. A veces me escondía en
los montes portugueses que me servían de refugio. Vagué desolado durante meses
hasta que en la luna llena de primavera una loba blanca respondió a mis
aullidos.
Como yo, era la última de su clan. Como yo llevaba meses de
un lado a otro. Como yo, estaba sola.
En pleno cortejo, y con
los huesos saliéndose de su bello pelaje, encontró una oveja muerta. No quise
comer. Había aprendido a no fiarme de nada que no cazase yo mismo. Le insté a
que no lo hiciese pero la necesidad pudo a la razón y devoró la oveja
envenenada que cumplió su cometido: acabar con otro lobo más.
Regresé a la soledad con el alma en carne viva de recuerdos
y con la vida sin esperanza alguna.
Un día, no muy lejos del valle, tras unas alambradas, vi
unos cuantos lobos correteando. La alegría que sentí fue infinita. Les grité,
les llamé, les pregunté.
Pero aquellos seres estúpidos sólo reaccionaban con miedo.
Durante días me iba haciendo visible e intentaba comunicarme con ellos. Hasta que
por fin, el que debía ser más inteligente de la manada, se acercó al alambre y,
con unos gruñidos casi incomprensibles, que más parecían lastimosos ladridos,
me explicó que estaban en un sitio grande aunque cerrado. Que el hombre de vez
en cuando les soltaba ciervos para que se alimentaran. Que tenían de todo
siempre que no se reprodujesen demasiado, en ese caso a los que “sobraban” los
cazaban, y sobre todo que no tocasen los rebaños que criaban los humanos.
Vivían en una reserva que no era más que una prisión con un hueco para ver la
luna.
Cuando les hablé de la libertad, cuando les conté el daño
que originaba el hombre a los clanes no me entendieron o no quisieron hacerlo.
Mientras mi estómago rugía como un león ellos cazaban
ciervos por placer al otro lado de la cerca. Preferí la libertad en soledad
comiendo desabridas perdices.
Regresé al valle. Poco a poco fueron llegando manadas de
jabalís y grupos de corzos que se escapaban del parque. La comida volvía a ser
abundante. No era necesario acercarse al pueblo a pelear por agónicas ovejas de
los dos o tres rebaños que aún pastaban entre las casas.
Aunque he de reconocer que de vez en cuando me gusta dejarme
ver por alguno de los habitantes del valle, dejar mis huellas cerca del pueblo
o poner nerviosos a los mastines del rebaño. Es un juego. Y la reivindicación
de mis dominios. Sin manada y hasta mi muerte yo soy el único señor de este
valle.
Aunque cada vez lo hago menos. Estoy tan viejo y tan
cansado...
La fiesta sigue en la lobera. Las historias dejan paso a los
chistes y las anécdotas que provocan la hilaridad de los asistentes. La noche
avanza y bajan al pueblo a continuar con la sana alegría en el bar. Las noches
de verano de los reencuentros deben ser felices. Cuando la procesión de
linternas deja la lobera hacia el pueblo en el valle retumba el formidable
aullido de un lobo.
Un aullido que no es de amenaza, ni de rencor, ni de odio.
Sólo de despedida.
En lo alto de la lejana cima de las Piedras Negras el viejo
último lobo de su especie clama su último aullido a la luna llena de agosto.
Las lágrimas empapan los rostros de los asistentes a la
fiesta.
La procesión baja en silencio.
En silencio baja también el lobo a un aislado rincón a
descansar. Para siempre.
Tan hermoso y tan triste a la vez... Una maravilla.
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