miércoles, 5 de octubre de 2016

CUANDO NO PUEDAS MÁS ¡CAMINA!



Cansado del duro trabajo del día el lobo esperaba, impaciente, las ansiadas buenas noticias que esa tarde no llegaron. La tierra se abría bajo sus pies. Las cosas habían mejorado pero faltaba algo muy importante que no acababa de concretarse.
Agobiado, se montó en una bicicleta camino del sitio en el que vivía. Al cruzar el puente de Felip II el sonido del tren por debajo le estremeció con la tentación de tirar la toalla…
Siguió pedaleando hasta aparcar la bicicleta en el lugar habitual.
Aunque tenía frío, estaba hambriento y cansado no quería regresar al lugar en el que vivía. Se sabía demasiado agobiado como para poder hacerlo.
Decidió que necesitaba ver la ciudad que amaba desde el Mirador del Búnker del Carmel. De noche. Subió por Nou Barris y se perdió en el dédalo de calles. Cuando se dio cuenta que no sabía donde estaba simplemente dejó de pensar en ello. Su afinado instinto lobuno le llevó a la calle correcta. La ascendió repitiéndose que no tenía fuerzas, que no podía más. Alguien que se cruzó con él le miró con recelo.
Penetró en el parque del Turó de La Rovira entrada ya la noche. La humedad le empapaba la camisa. Aquel inmenso bosque, sólo iluminado por las luces de la ciudad a sus pies, daba respeto.
Pero el lobo esa noche, perdido en el bosque, a oscuras, repitiendo una oración mil veces repetida, hipando babas, sintiendo que no podía más, no tenía miedo al bosque. Tras un largo rato caminando en tinieblas por los senderos, a punto ya de llegar al mirador, se cruzó con una persona que corría. Ignoró la atalaya, que imaginó llena de turistas felices haciéndose fotos bajo la luna, y regresó a la oscuridad curadora del bosque.
De vez en cuando contemplaba, maravillado, la imponente ciudad que hacía años le había cautivado. Se olvidó del tiempo. En aquel instante sólo existía él dentro de la negrura y a sus pies, iluminada, “La Ciudad”.
Poco a poco, sin percatarse de ello, dejó de repetirse que no podía más. Poco a poco dejó de repetir la oración. Sólo experimentaba al bosque regalándole su energía y su consuelo.
Estuvo tentado a sentarse junto al tronco de un árbol y pernoctar allí, pero desistió: iba en mangas de camisa y la noche de otoño era demasiado húmeda.
Mientras su mente, embelesada, escuchaba al bosque, sus pies le llevaron de vuelta a la ciudad.
Cuando pisó de nuevo el asfalto, tras haber caminando sin tiempo a oscuras por los senderos del bosque, cayó en la cuenta que el agobio había dejado paso a la tranquilidad; que el miedo y el cansancio se habían tornado fuerza.
”Ella” le telefoneó. Por algún extraño motivo siempre lo hacía cuando él tenía un mal momento. Era como si lo supiese. Tenían una conexión muy intensa pese a vivir a varios cientos de kilómetros de distancia y verse menos de lo que quisieran. Cuando le explicó parte de su día se escuchó decir a sí mismo:
- Estaba agobiado, me sentía sin fuerzas y he subido al bosque. Lo necesitaba. Ahora ya estoy bien.
El lobo amaba aquella ciudad que acababa de contemplar extasiado a sus pies. También sabía que cuando no podía más sólo tenía que acercarse al bosque más cercano para recomponerse.
El bosque le nutría de vida.
Llegando al lugar en el que vivía se percató que cuando se sentía con menos fuerzas era cuando más fuerzas tenía.
Ese había sido el regalo del bosque, a oscuras, esa húmeda noche de otoño:
- Cuando no puedas más ¡camina! Eres más fuerte de lo que crees.


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