martes, 30 de agosto de 2016

MORAS Y MANZANAS VOLVIENDO DEL RÍO




Cuando éramos niños y adolescentes, allá en La Aldea de los Lobos, las tardes de verano se pasaban en el río.
A las cuatro bajábamos a pozas de gélidas aguas. Chapoteábamos sin parar y aprendíamos a nadar.
De vuelta, cuando se ponía el sol  y medio desmayados por el desgaste de energía, nos dábamos el atracón de moras de zarza y de manzanas, peras y uvas verdes convenientemente robadas en los huertos. Procurando, eso sí, no pisar los sembrados.
Al llegar a casa un bocadillo de chorizo o de nocilla eran, más que la merienda, el entremés de la cena y a ir con las bicis hasta que nos llamaban a la mesa.
Después de cenar íbamos al “Teleclub”. Los mayores (y nosotros cuando lo fuimos) poníamos música en un viejo tocadiscos o un radiocasete  y bailábamos. Como aquello no dejaba de ser un cierto “postureo aburrido” las más de las veces acabábamos jugando por el pueblo al escondite entre los huertos o, de adolescentes ya, salíamos a pasear por la vieja carretera para contar historias sentados en medio de la oscuridad de las noches veraniegas, bajo un impresionante cielo estrellado que contemplábamos maravillados.

No fui niño en la prehistoria, ni siquiera en la posguerra,  pero en poco tiempo han cambiado tanto…
Los niños que veranean en La Aldea de los Lobos ya no roban manzanas verdes y eso es preocupante…
Las y los preadolescentes de hoy bajan al río tarde. Antes de ir pasan por la tienda de donde salen cargados con grandes bolsas de chucherías. Muchos ya ni siquiera van porque encuentran el agua “demasiado fría”.
Les ves sentados en el prado un rato, no demasiado, jugando con los teléfonos y los videojuegos.
Regresan aún con el sol alto y van a conectarse a Internet al “cibercentro” municipal o donde encuentran “wifi”. En el colmo del absurdo, a veces miran fotos de rincones del Pueblo…desde un ordenador…ellos que lo tienen al lado, pero como se cansan, les da el sol o sudan no van…

Y las manzanas y las moras se pudren sin que nadie las coja o las robe, porqué los padres modernos, que tanto se quejan de la crisis y el poco dinero, lo sueltan a espuertas para “sanas chucherías”…

Por la noche los ves a las puertas del Teleclub bebiendo como cosacos, sentados; siempre sentados. Jugando con los malditos teléfonos.
Poniéndose bordes con algún adulto. Sabiendo que nadie les va a soltar el guantazo que quizá merecen.
A veces pasas al lado de un grupo y están en silencio: cada uno con su aparatito. Juntos y lejanos. En galaxias perdidas de lucecitas artificiales. Perdiéndose las constelaciones reales de estrellas vivas que titilan sobre sus cabezas…
Las niñas “ridículamente femeninas”. Los niños con la pose de garrulo matón que por lo visto es lo que les da atractivo.


Y las manzanas y las moras se hastían las noches fabulosas de estrellas en el Pueblo de los Lobos, sin que ningún niño las coma. Y las estrellas se empeñan en brillar para unos críos que sólo saben mirar hacia abajo a las limitadas pantallas artificiales perdiéndose la belleza del infinito sobre sus cabezas.

La noche de San Lorenzo regresaba a casa tarde. El grupito de púberes sentado en los bancos y las escaleras, con sus maquinitas. Una estrella fugaz recorrió el firmamento y no la vieron ensimismados como estaban con los aparatitos.
Sentí pena por ellos y pensé en gritarles que se dejaran de bobadas que fueran a pisar los huertos y a dejarse empapar por la lluvia celeste.
No lo hubiesen entendido…

Comprendí por qué se llaman  “Lágrimas de San Lorenzo” . El firmamento entero se conmueve cuando un niño no se sobrecoge ante su magnificencia.



Y las estrellas, las manzanas y las moras siguen gritando y llorando cada día y cada noche. Cada vez que esos jóvenes pierden tiempo y vista mirando una máquina y la salud comiendo porquerías.

Que malo es el dinero cuando no se sabe educar…

Debo ser raro porque a la vuelta del río las tardes de verano sigo dándome atracones de dulces moras de zarza y sigo robando manzanas verdes. A veces, como antaño, “me las voy a robar a mi mismo” a mis manzanos; como no se lo digo a mi padre da el pego…
No por sentirme niño, que no lo soy ni quiero, sino por sentirme vivo.
Por las noches sigo contemplando extasiado las estrellas que me hacen guiños; felices de que alguien las mire con asombro.
Y…sinceramente doy gracias a Dios por no ser niño ahora para no nadar en la abundancia material incluso en momentos de crisis. Y por haber tenido una familia que me enseñó a valorar lo que realmente importa.
 
¡Que bien saben las moras y las manzanas verdes robadas cuando vuelves del río!





lunes, 8 de agosto de 2016

EL ÚLTIMO AULLIDO

Luna llena de agosto. El viejo lobo trepa pesadamente a la cima de la piedra de las Piedras Negras. A sus pies el valle entero. Debajo, en la lejanía, el pueblo. Celebran una fiesta. La antigua lobera está iluminada. El viejo lobo, con su agudísima vista, otea en la noche las luces del otro lado del valle. Se tumba en la cálida piedra del verano disponiéndose a ser espectador. Su mente viaja.


En la lobera luces, música, comida, gente. Los habitantes del pueblo y los que durante el año viven lejos de él, han subido hasta la antigua trampa de lobos que se ha convertido, por una noche, en escenario de reencuentro. Allí celebran una sencilla y alegre fiesta. En el lugar bien iluminado suena música de gaitas mientras los asistentes comen carne de cordero y cabrito bien asados en el horno, acompañados de crujiente pan y bien regados con abundante vino. Tras el yantar, con los efluvios del vino danzando entre las piedras de la lobera, se animan a contar historias mil veces repetidas y siempre nuevas.
Historias de lobos.

- Pero no siempre fue así- piensa el viejo lobo que les observa atentamente desde lo alto de la roca más alta del otro lado del valle- 
No mucho tiempo atrás la arcaica lobera, hoy reclamo para turistas de tiempos globalizados que cuelgan sus fotos al instante en Internet desde el móvil última generación, era una trampa para lobos. Una trampa tan aparentemente inofensiva como efectiva. Una trampa hoy curiosa y otrora mortal.
- Sí, aquella fue mi primera gran aventura y el primer gran drama de mi vida- recuerda el viejo lobo- Ahí mismo perdí lo que más quería y casi perezco yo mismo. Tal vez habléis de mi con la soberbia que caracteriza a los humanos y sin pensar en el drama que originasteis.
- ...y entonces Pepe abrió la puerta creyendo que esa noche no había lobos pero había ¡Claro que los había! Y estaban agazapados junto a la puerta de tal manera que cuando abrió salieron cagando leches y llevándolo encima un buen trecho. Cuando por fin cayó de uno de ellos vio como se le llevaba la gorra que ya no apareció más y...
 Era la primera vez que salía a cazar con madre. Padre la había avisado que no se acercase al corral de encima del pueblo, que no era un sitio seguro. Pero era invierno. El clan pasaba hambre. Sus mastines cada vez nos azuzaban más y la caza era quasi inexistente. Madre saltó al corral en cuanto oyó una vieja cabra. Con ella saltamos dos de los jóvenes de la manada. Al caer madre se lastimó una pata. Mientras inspeccionábamos el terreno vimos atada a un árbol una vieja y enferma cabra aterrada. Pero nada más. Sólo paredes altas que nos impedían escapar. ¿Quién querría entretenerse a matar carne podrida cuando había que salir de allí? Agotados nos acercamos a la puerta cuando al amanecer oímos llegar a alguien.
El hombre asustado pesaba y gritaba hasta que cayó en unas piedras. Madre no podía andar. Con un trapo entre mis orejas me agazapé tratando de encontrar el momento de acercarme a madre para ayudarla a regresar al clan. Entonces llegaron. Sus ojos inyectados en odio y furia destrozando a la pobre loba. El último gruñido de madre fue un claro: “¡hijo cuídate siempre del hombre!”.
Ese fue el comienzo del fin. Padre, el líder de una de las últimas manadas de lobos, se dejó morir de pena.
Mientras, las cosas cada vez se complicaban más. Los hombres dejaban de pastorear ganado. Lo criaban sí, pero en granjas que eran como fortalezas con monstruosos perros asesinos, antinaturales cancerberos de muerte.
Cada vez construían más vías de trenes y carreteras eliminando nuestros pasos naturales. Muchos de mis parientes murieron aplastados por coches y camiones cuando trataban de pasar para buscar comida o sólo beber.
Se contaban historias repugnantes de lobos asesinos, de lobos como encarnaciones del mal. Se hacían cacerías como deporte para divetimentto de ociosos humanos ricos.
Durante años tuvimos que desaparecer, que escondernos en los lejanos montes de León y de Asturias. Moviéndonos sólo de noche, agazapados entre la maleza, comiendo perdices y conejos con sarna. Tampoco encontrábamos otros clanes con los que aparearnos. Poco a poco, la Gran Manada del Valle de los Lobos se fue extinguiendo. El último Gran Clan agonizaba.
Cuando no quedó ninguno de los míos volví al valle. Hacía años que lobo alguno habitaba estas tierras. La lobera yacía derruida y llena de maleza. Pero en una piedra aún pude percibir el olor de madre...Froté mi pelaje contra la piedra dando mi última caricia y mi adiós a quién más quise.
Bajé hacia el sur, las tierras del sur del Duero no eran lugar para lobos con una guerra declarada a mi especie. A veces me escondía en los montes portugueses que me servían de refugio. Vagué desolado durante meses hasta que en la luna llena de primavera una loba blanca respondió a mis aullidos.
Como yo, era la última de su clan. Como yo llevaba meses de un lado a otro. Como yo, estaba sola.
En pleno cortejo, y con los huesos saliéndose de su bello pelaje, encontró una oveja muerta. No quise comer. Había aprendido a no fiarme de nada que no cazase yo mismo. Le insté a que no lo hiciese pero la necesidad pudo a la razón y devoró la oveja envenenada que cumplió su cometido: acabar con otro lobo más.
Regresé a la soledad con el alma en carne viva de recuerdos y con la vida sin esperanza alguna.
Un día, no muy lejos del valle, tras unas alambradas, vi unos cuantos lobos correteando. La alegría que sentí fue infinita. Les grité, les llamé, les pregunté.
Pero aquellos seres estúpidos sólo reaccionaban con miedo. Durante días me iba haciendo visible e intentaba comunicarme con ellos. Hasta que por fin, el que debía ser más inteligente de la manada, se acercó al alambre y, con unos gruñidos casi incomprensibles, que más parecían lastimosos ladridos, me explicó que estaban en un sitio grande aunque cerrado. Que el hombre de vez en cuando les soltaba ciervos para que se alimentaran. Que tenían de todo siempre que no se reprodujesen demasiado, en ese caso a los que “sobraban” los cazaban, y sobre todo que no tocasen los rebaños que criaban los humanos. Vivían en una reserva que no era más que una prisión con un hueco para ver la luna.
Cuando les hablé de la libertad, cuando les conté el daño que originaba el hombre a los clanes no me entendieron o no quisieron hacerlo.
Mientras mi estómago rugía como un león ellos cazaban ciervos por placer al otro lado de la cerca. Preferí la libertad en soledad comiendo desabridas perdices.
Regresé al valle. Poco a poco fueron llegando manadas de jabalís y grupos de corzos que se escapaban del parque. La comida volvía a ser abundante. No era necesario acercarse al pueblo a pelear por agónicas ovejas de los dos o tres rebaños que aún pastaban entre las casas.
Aunque he de reconocer que de vez en cuando me gusta dejarme ver por alguno de los habitantes del valle, dejar mis huellas cerca del pueblo o poner nerviosos a los mastines del rebaño. Es un juego. Y la reivindicación de mis dominios. Sin manada y hasta mi muerte yo soy el único señor de este valle.
Aunque cada vez lo hago menos. Estoy tan viejo y tan cansado...

La fiesta sigue en la lobera. Las historias dejan paso a los chistes y las anécdotas que provocan la hilaridad de los asistentes. La noche avanza y bajan al pueblo a continuar con la sana alegría en el bar. Las noches de verano de los reencuentros deben ser felices. Cuando la procesión de linternas deja la lobera hacia el pueblo en el valle retumba el formidable aullido de un lobo.
Un aullido que no es de amenaza, ni de rencor, ni de odio.
Sólo de despedida.

En lo alto de la lejana cima de las Piedras Negras el viejo último lobo de su especie clama su último aullido a la luna llena de agosto.





Las lágrimas empapan los rostros de los asistentes a la fiesta.
La procesión baja en silencio.
En silencio baja también el lobo a un aislado rincón a descansar. Para siempre.


El último aullido del lobo resuena en el valle.


 


jueves, 4 de agosto de 2016

CUENTO CHINO BARCELONINO

Deconstrucción Almodovariana. 




Jorge Tricornio quería un niño chino.
La primera vez que había visto una de aquellas viejas huchas de cerámica del Domund lo había decidido. Desde aquella primera vez siempre lo pedía con ahínco como regalo a los Reyes Magos. Pero nunca llegaba. De adulto comprendió la manera de tener un niño chino. Pero no le gustaban las chinas ni fumadas; y menos en los zapatos…
Un día, mientras trabajaba en la gris oficina tuvo una idea…

Al cabo de un tiempo se fue a China. Buscó a unos humildes campesinos de la región interior de Chincholo (que la traducción sonaría como “Chinchorro”) y les cambió a su hijo mayor por una docena de bicicletas Orbea Superstar modelo 73 y por veinte cajas de calamares congelados para que acompañasen el arroz.
Lo primero que hizo fue irse a buscar a un misionero del Domund para que se lo acristianase y le puso de nombre Rodrigo Ramiro.
Para solucionar el problema de sacarlo del país lo travistió de niña, que estas se ve que sobran allí, le vendó los pies, le puso un kimono o algo parecido y le pintó la cara. De esa guisa les dejaron salir.
Al llegar al aeropuerto del Prat de Barcelona vio a dos mujeres de Ciudad Real, con su pañuelo en la cabeza, junto a la cinta de equipajes. Cuando pasó el suyo lo cogió pero ¿cuál sería su sorpresa al volverse y ver que su hijo Rodrigo Ramiro había desaparecido y que su mano agarraba una gran muñeca chochona?.
Como había sido una adopción ilegal, presuntamente como la de varios famosos, no podía denunciarlo y se puso a buscarlo con ahínco.
Las mujeres de Ciudad Real se llevaron a Rodrigo Ramiro a su destartalado piso del Raval de Barcelona. Allí le criaron como a una princesa oriental y a los trece años le pusieron a prostituirse como travestí por el Barrio Chino de Barcelona. Su nombre de guerra era La Chochazo de Las Ramblas, por las considerables medidas de su órgano sexual, no precisamente femenino, bastante excepcionales en alguien su raza.

Rodrigo, al que las de Ciudad Real habían puesto Ruperto, como su padre, DEP, un día vio a una monja con una guitarra cantando “Yo tengo un gozo en el alma” en un banco de la Plaza Real rodeada de inocentes niños y decidió hacerse monja. Con lo que había ahorrado de los últimos clientes se escapó y se fue en autobús a Albacete. Se dirigió al convento de las Hermanas Adoratrices de la Llaga Sangrante del Costado Izquierdo. Le atendió Sor Raimunda, la superiora, a la que todas las hermanas, según decían por acento valenciano, llamaban pronunciando la “S” como Z”…
Zor Raimunda, que era como sonaba, tras ver su barba de tres días e inspeccionarle, no sin deleite, los bajos le aconsejó como más apropiado ir al convento de frailes de la acera de enfrente…a la del su propio convento, se entiende…
Allí, en los Hermanitos Pobres del Niño Jesús Descalzo del Pie Derecho, nuestro amigo fue admitido y empezó a ser feliz. Hasta que llegó el superior que estaba de visita misional por Cuba. Al enjuto Padre Arrobas, que anteriormente había sido expulsado de la Diócesis Castrense de Guadalajara por ponerle una plancha en las nalgas a un soldado mientras le cosía los 21 botones de la sotana, no le gustó nada que Ruperto estuviese allí porque era profundamente racista. Con lo cual le obligaba a los trabajos más duros y siempre le estaba humillando. Ruperto se sacrificaba. Hasta que un día le vio encargar por el Teletienda una  plancha de vapor de último modelo. Temiendo por sus nalgas decidió escapar. Para ello contó con la ayuda la cocinera sordomuda, que era hija de Sor Raimunda (o “ZorRaimunda”, que decían sus monjas) y el Padre Arrobas una noche en que este, volviendo del parque no vio por que acera iba y se equivocó de convento...
Esta cocinera tampoco era sordomuda sino que le habían crecido los dientes en horizontal y no podía hablar bien.
Huyeron del convento y tras robar una cabra de un prado y encontrarse una pandereta de plástico de color verde en el polvo del camino lograron sobrevivir.





Mientras tanto Jorge Tricornio, que no había dejado de buscar a su hijo: por todos los bares y locales de alterne de Malasaña y de Sevilla, había hecho negocios. Montó una inmobiliaria y se dedicó a desalojar a las abuelas de las casas del Raval de Barcelona para hacer lofts de lujo. También vendió los terrenos de un pueblo de Ciudad Real para hacer urbanizaciones con campos de golf.
Jorge, volviendo de uno de sus viajes de negocios, recaló una noche en un club de alterne de Alfajarín, en Zaragoza. Allí vio al chino que lo regentaba. Cuando fue a pagar el chino se fijó en un minúsculo lunar de una mano con seis dedos de aquel cliente. Aquel lunar tan extraño le recordó algo…
A los pocos días se acordó: muchos años atrás, siendo un niño, alguien con ese lunar en una mano de seis dedos le dio a sus padres una docena de bicicletas Orbea Superstar modelo 73 y veinte cajas de calamares congelados y se lo llevó a Barcelona. Rodrigo, que seguía llamándose Ruperto Retuerta, siguió el rastro de la tarjeta de crédito de Jorge y pocos días más tarde lo encontró en el lecho de muerte, agonizando. Poco antes de expirar se contaron todo lo vivido y se dijeron lo mucho que se querían.
Rodrigo, ya con su verdadero nombre, fue el heredero de una boyante empresa. En su loft del La Rambla del Raval puso a trabajar fregando el suelo de rodillas a dos ancianas de Ciudad Real con pañuelo. Y en su chalet del pueblo puso a cortar el césped del campo del golf con cortaúñas a un ex fraile al que habían echado del convento por quemar con una plancha las nalgas de otro mientras se ataba la sandalia.

Pero nunca supo porqué narices tuvieron que sacarle de China con lo que le gustaba el arroz…




lunes, 1 de agosto de 2016

EL NIÑO Y EL JUEZ

Diálogo entre un niño y su juez.



               -¿Cómo se declara el acusado?
       -  Buaaaaaaaaaaa...Sif, sif, sif...buaaaaaaa...
       - He preguntado que ¿cómo se declara el acusado?
       - Sif, sif, sif...sif.
       - Vamos a ver hijo: ¿lo hiciste o no lo hiciste?
       - Sif, sif ¡Yo quiero ir con mi mamá!
       - E irás con tu madre, pero primero debes decirme si fuiste tú quién lo hizo o no.
       - Es que...- Silencio-
       - Estoy esperando.
       -Es que...- Otro rato de silencio-
       -Tengo todo el tiempo del mundo, hijo. Si me dices si fuiste tú no te va a pasar nada...que no deba pasarte. Si no me dices nada vamos a quedarnos aquí para siempre.
       -Tengo pis.
       - Dímelo.
       - Tengo hambre.
       - Tú mismo.
       - Quiero que me traigan mi osito de dormir.
       - Y te lo traerán cuando me lo digas.
       - Es que...
       - Es que...¿QUÉ?
       - Es que yo no quería.
       -Vale, eso ya lo sé. Sólo ha sido un accidente. Pero: ¿lo hiciste o no lo hiciste?
       -Está bien. Pero yo no quería abrir la puerta de su casa con mi ganzúa. Tampoco quería rajar con un machete el original de Matisse que tapaba la caja fuerte, ni volar esta con dos kilos de TNT para llevarme sus lingotes de oro. Jooo, es que yo no quería colgar a su perro con un cable de alta tensión que arranqué del jardín y que luego tiré a la piscina en la que se estaban bañando sus hijos con la nani.
Tengo pis y quiero mi osito.
Ni tampoco quería robar las joyas de su mujer, ni pegarle dos tiros en el pecho con una recortada de 20 milímetros cuando me pilló. Y sobre todo, sobre todo, lo que no quería era poner cianuro en todos los botes de café que había en la casa.
Es que. Es que. Es que...
Es que había visto un capítulo de CSI y ahora tengo pis y quiero ver a mi mamá...buaaaaa...
        -Aggggg.- Se agarra el cuello y el vientre- Agggg...sólo quería saber si habías sido tú quien rompió el cristal de la biblioteca de un balonazo. Aggggg...