miércoles, 21 de septiembre de 2016

UNA IGLESIA QUE...¡VUELA!

“A mi m’agrada fer volar un estel
i veure com puja
puja cap al cel...”





(”A mi me gusta hacer volar una cometa
y ver como sube
sube hacia el cielo...”)

        Vicente repetía esta canción de esplai en su cabeza mientras trabajaba en el
huerto que tenía justo al lado de la iglesia del pueblo.
Limpiando zarzas en un rincón encontró un pequeño agujero que se fue ensanchando hasta tener la forma de un pozo redondo. Una vez arrancadas las plantas de puntas afiladas sacó la tierra para ver qué había debajo.
A un metro y medio de profundidad, bajo la capa de tierra, encontró escombros: piedras, trozos de cerámica y ladrillos. Capas y capas.
Las fue sacando bajando cada vez a más profundidad.

        Poco a poco fue descubriendo una bóveda semicircular de sillares perfectamente tallados. Llegó un momento en el que necesitó una escalera y cuerdas. Imaginaba que encontraría otra cisterna de época medieval o romana. El pueblo estaba lleno de ellas. Pero no fue así. A unos dos metros y medio de profundidad, y con un dolor de espalda considerable, Vicente encontró un suelo de piedra.

- Que extraño- se dijo- las cisternas suelen tener mucha mayor profundidad.

        Una vez limpio de escombros y polvo examinó detenidamente aquel espacio con su potente linterna de leds. Era una estancia circular de piedra bien tallada y pulida.
Tras pensar un rato qué debía ser aquel sitio llegó a la conclusión que sólo era un antiguo “pozo de hielo”, aquellos espacios generalmente bajo tierra pero también en construcciones alzadas que a partir de la Edad Media se llenaban de nieve y hielo en invierno y servían para conservar carne y alimentos durante meses; los precursores “ecológicos” de las neveras.





        Cuando se disponía a salir mientras imaginaba que allí pondría antiguos aperos del campo y lo taparía con una claraboya de cristal para que lo viesen los vecinos, la canción de su época de monitor de colonias seguía sonando en su cabeza:

“A mi m’agrada fer volar un estel
i veure com puja
puja cap al cel...”

Se dio cuenta que todavía quedaba un pequeño resto de cerámica clavado entre dos piedras, lo quitó para dejar toda la pared uniforme. Le costaba sacarlo, pero en lugar de molestarse, mientras tiraba seguía pensando:

“A mi m’agrada fer volar un estel
i veure com puja
puja cap al cel...”

        Cuando por fin lo arrancó sintió una bofetada de viento frío y notó como si se abriese una puerta.
En aquel mismo momento la iglesia barroca del pueblo, que estaba a escasos veinte metros del huerto de Vicente, hizo un ruido parecido a un “BRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRR”, se elevó y salió volando. 
Como si de un globo que se desinfla se tratase, el viejo templo desapareció en el horizonte.

        Los habitantes del pueblo que lo vieron y oyeron primero se asustaron; después, muertos de miedo como si fuese una pesadilla, salieron corriendo hacia el lugar en el que, durante tres siglos, se había alzado majestuosa la iglesia de su pueblo.
En medio del rectángulo de forma de cruz latina que había ocupado el templo y que ahora sólo era un solar de tierra,  encontraron una cosa muy rara: su vecino Vicente, el del sastre, yacía espatarrado con cara de mareo, cubierto de polvo y cantando como si se hubiese caído dentro de un tonel de vino:

 “A mi m’agrada fer volar un estel
i veure com puja
puja cap al cel..."

Lo más extraño era que a su alrededor unos entes semitransparentes de color azulado, vestidos con hábitos de templarios, salían por un pasillo de piedra que procedía del huerto del propio Vicente.
Estos espíritus de templarios hacían un gesto en el suelo donde había estado la iglesia y salían volando en la misma dirección por la que había desaparecido esta.




          Poco a poco Vicente se fue despertando y se acercó a sus vecinos. Por algún motivo la procesión de espectros templarios no le daba miedo; sólo le cautivaba.
Al cabo de un buen rato salió, tras todos los fantasas, un templario con mitra y báculo de obispo que miró a los fascinados habitantes del pueblo y los bendijo.
En aquel momento se oyó un ruido ensordecedor y, en el lugar de la iglesia, se fue levantando hacia el cielo otra iglesia, esta en forma de cometa de ocho puntas que los habitantes del pueblo contemplaron con los ojos abiertos como platos.





          Cuando el nuevo templo templario ocupó el lugar de la iglesia barroca Tito, el del bar, dijo con su habitual voz cavernosa:
- ¡Pues nada que esto ya está! Al tajo todo el mundo. Que ya hemos perdido media tarde y tampoco hay para tanto.
Y todos se fueron a sus ocupaciones como si no hubiese pasado nada.
Unas cuantas mujeres del pueblo recogieron unas flores en la huerta de Amor, la del comercio, y mientras limpiaban la nueva iglesia, algo sucia por haber estado más de mil años en un espacio indeterminado entre el cielo y el suelo decían:

- Esta es mucho más bonita. ¡Donde vamos a parar!
- Claro que sí, Josefina- dijo Marisa- Ahora sólo falta que cambien al Papa y que el nuevo nos deje ser curas a las mujeres que ya es hora. Y no es que me queje de hacer la limpieza, pero los hombres también tienen dos manos y pueden aprender a meter flores en tarros. Empezando por mi marido.

          Vicente, el del sastre, volvió al pozo de hielo de su huerto donde estaba trabajando cuando aconteció ese hecho tan peculiar. Lo encontró distinto. Estaba tapado por una claraboya de cristal bajo la cual se podía ver una sacristía llena de vitrinas con reliquias que habían traído los templarios de Tierra Santa; había también una puerta que daba a un pasillo que la comunicaba con la iglesa.
- Mejor- se dijo- así me ahorro andar buscando aperos de labranza para decorarla y tener que limpiarla cada dos por tres.

 Dicen que la iglesia de aquel pueblo de frontera a partir del día en el que Vicente, el del sastre, abrió la puerta escondida siguió volando, como si fuese una IVNI (Iglesia Volante No Identificada), por todo el mundo hasta que encontró un lugar definitivo en el que era necesaria una renovación importante de La Iglesia.

Dicen también que aterrizó dentro de un jardín del Vaticano...
Eso dicen.
Vete tú a saber...

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